
El 24 de abril amaneció con la misma luz turbia de todos los días, pero en el salón del ayuntamiento de Santo Domingo Este se respiraba un aire enrarecido, como si en vez de rendir cuentas, el alcalde Dío Astacio estuviera preparando un ajuste de cuentas. Y así fue. En lugar de enumerar logros o explicar gastos, Astacio desató una retahíla de insinuaciones, medias verdades y distorsiones que tenían como blanco invisible pero inequívoco a su propio compañero de partido, Manuel Jiménez.
No se salvó ni la empresa Xenakis, cuyos servicios el propio Astacio volvió a contratar entre mayo y agosto de 2024 por 17 millones de pesos, pero que en su relato aparecían como herencia maldita del pasado. Los analistas, que ya conocen el gusto del alcalde por las exageraciones operísticas, detectaron decenas de falsedades unas para enlodar a Jiménez y otras para adjudicarse méritos que no le correspondían.
Al principio, muchos creyeron que se trataba de uno de esos arranques teatrales incubado en la mitomanía a los que Dío acostumbra, pero bastaron unas cuantas visitas de Manuel a las bases del PRM, en un intento noble y terco por recomponer los pedazos del partido en Santo Domingo Este, para que los ataques se multiplicaran como sapos después de la lluvia. Desde los labios de regidores obedientes y en los micrófonos de comunicadores sin escrúpulos comenzó a brotar un discurso envenenado que no dejaba dudas: aquello no era un exabrupto, sino una campaña con guion y reparto.
En junio, la difamación tomó forma de epidemia. Ya no se trataba solo de negar sus logros como alcalde; querían borrar de un plumazo su mayor capital: la ética. Porque Manuel Jiménez que ha cantado versos más veces que las que ha hablado de sí mismo tiene esa desgracia de los hombres íntegros: no sabe corromperse ni aunque lo intentara. Prefirió aceptar su salida de la alcaldía antes que ceder a las oscuridades que rondan el poder, como esas sombras que entran sin pedir permiso cuando se apagan los principios.
Ayer, en una conversación sin cita, mientras compartía con un político que jamás ha votado por Manuel, entró un amigo común con una pregunta inocente, como quien echa un fósforo en una bomba de gasolina.
—¿Qué opinas de lo que dijo ese periodista sobre Manuel?
El político, que lleva la malicia en los bolsillos pero aún no ha perdido del todo el respeto, respondió sin pensarlo.
—Manuel Jiménez no es santo de mi devoción, y por su terquedad nunca votaré por él. Pero ese periodista, antes de hablar de su ética, debería lavarse la boca con cloro. Porque hombre más serio y honrado en política que Manuel Jiménez, yo no he visto.
Hubo un silencio breve, de esos que pesan más que las palabras. Entonces el otro, con esa sonrisa burlona que tienen los que confunden inteligencia con cinismo, soltó la sentencia final:
—¿Y de qué le sirvió ser tan serio, si por eso fue que perdió la alcaldía?
Ambos me miraron, como quien lanza un anzuelo esperando arrastrar conmigo la carga de su cinismo, pero elegí el silencio, ese refugio sereno donde a veces habita la verdad. No quise enredarme en discusiones estériles, porque en lo más profundo de mí donde se guardan las certezas que no se negocian sabía que si Manuel Jiménez debía sacrificar siquiera una hebra de su honradez para conservar el cargo, entonces era mil veces más digno colgar el sombrero y marcharse. Hay nombres que se construyen despacio, con la paciencia de los oficios antiguos, y no merecen ser arrastrados por la inercia sucia de la corrupción. En los hombres y mujeres que han dejado huella en la historia, no fueron los aplausos ni los cargos lo que los hizo grandes, sino esa integridad obstinada que, como una semilla secreta, florece más tarde en el alma de quienes aprenden por fin a distinguir entre el brillo del oro y la luz de la integridad.