Durante buena parte del siglo XX, Venezuela fue uno de los aliados más cercanos de Estados Unidos en América Latina. Una relación marcada por el petróleo, la estabilidad política y la afinidad ideológica que hoy parece lejana. El giro es tan profundo que, décadas después de ser un socio estratégico, el país sudamericano vuelve a ocupar un lugar central en la agenda de seguridad de Washington, esta vez como uno de los principales focos de presión militar y política del presidente Donald Trump.
La historia de ese vínculo no siempre fue tensa. En mayo de 1958, el entonces vicepresidente estadounidense Richard Nixon vivió uno de los episodios más delicados de su carrera política durante una visita a Caracas. Su caravana fue atacada por una multitud enfurecida tras la caída de un dictador venezolano al que Estados Unidos había dado asilo.
Nixon llegó a temer por su vida y en Washington se ordenó el desplazamiento de un portaaviones hacia Venezuela, por si era necesario un rescate. La crisis no pasó a mayores, pero sirvió como punto de inflexión: Estados Unidos centró su atención en un país que comenzaba una transición democrática y que pronto se convertiría en un aliado clave en la región.
Una fotografía en blanco y negro de manifestantes rodeando una caravana con coches y motos de los años 50.
Venezolanos rodeando la caravana del vicepresidente Richard Nixon en Caracas en 1958.Credit…Henry Griffin/Associated Press
Una alianza forjada entre petróleo y Guerra Fría
A partir de entonces, Washington y Caracas construyeron una relación que duró cerca de cuatro décadas. Venezuela ofrecía lo que Estados Unidos necesitaba: estabilidad política, un gobierno democrático y enormes reservas de petróleo. Además, en plena Guerra Fría, su firme postura anticomunista la convertía en un socio confiable frente a la influencia soviética y, más tarde, al impacto regional de la Revolución Cubana.
El presidente John F. Kennedy y el presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, pasan junto a una guardia de honor con uniforme militar frente a la Casa Blanca.
El presidente John F. Kennedy y el presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, pasan junto a una guardia de honor con uniforme militar frente a la Casa Blanca.
En 1963, el presidente John F. Kennedy recibió en la Casa Blanca al mandatario venezolano Rómulo Betancourt y lo calificó como “el mejor amigo de Estados Unidos” en Sudamérica. Las empresas petroleras estadounidenses operaban con fuerza en el país y, en paralelo, Washington suministraba armamento a Caracas. Incluso cuando Venezuela nacionalizó su industria petrolera en los años setenta, la reacción estadounidense fue moderada: el país pagó compensaciones millonarias y siguió siendo un actor clave dentro de la OPEP.
Durante los años ochenta, en plena ofensiva de Estados Unidos contra movimientos comunistas en Centroamérica, Venezuela fue presentada como un ejemplo democrático para el hemisferio. El presidente Ronald Reagan elogió públicamente al país y autorizó la venta de 24 aviones de combate F-16, la mayor operación de este tipo en la región en más de una década. Las preocupaciones por corrupción o derechos humanos quedaban en segundo plano frente a los intereses estratégicos y energéticos.
El quiebre: Chávez, Maduro y el aislamiento
El final de la Guerra Fría desplazó la atención de Washington de América Latina, pero Venezuela siguió siendo un proveedor clave de petróleo. A finales de los años noventa, incluso superó a Arabia Saudita como principal abastecedor de crudo para Estados Unidos. Fue en ese contexto que emergió Hugo Chávez, electo presidente en 1998 con un discurso de ruptura frente a la corrupción y la desigualdad.
Al inicio, la Casa Blanca reaccionó con cautela. Bill Clinton recibió a Chávez en 1999 y el líder venezolano prometió mantener buenas relaciones. Pero el fallido golpe de Estado de abril de 2002 marcó un punto sin retorno. Tras recuperar el poder, Chávez profundizó su proyecto político, persiguió a la oposición y transformó el sistema democrático en un modelo cada vez más autoritario. Desde entonces, su retórica contra Estados Unidos se volvió constante, con episodios emblemáticos como su discurso ante la ONU en 2006, cuando calificó al entonces presidente George W. Bush como “el diablo”.
El control estatal de la industria petrolera se endureció aún más. Empresas estadounidenses como Exxon Mobil y ConocoPhillips perdieron activos tras negarse a aceptar condiciones impuestas por el gobierno venezolano. A la muerte de Chávez, en 2013, Nicolás Maduro heredó ese modelo, profundizando el aislamiento internacional y la confrontación con Washington, al tiempo que Venezuela estrechaba lazos con Rusia, China y Cuba.
Trump y el regreso de la presión militar
La tensión ha alcanzado un nuevo nivel bajo el liderazgo de Donald Trump. El mandatario estadounidense ha vinculado directamente a Venezuela con la migración irregular y el narcotráfico hacia Estados Unidos, calificándola como una amenaza a la seguridad nacional. En ese marco, su gobierno ha incrementado sanciones, presionado diplomáticamente y desplegado fuerzas militares en el Caribe.
A comienzos de este año, Estados Unidos posicionó un portaaviones cerca de aguas venezolanas, un movimiento que recordó, medio siglo después, aquel despliegue ordenado durante la crisis que vivió Nixon en Caracas. La diferencia es que hoy el escenario es mucho más volátil: Venezuela ya no es el aliado energético y político de antaño, sino un adversario señalado directamente desde la Casa Blanca.
Así, la relación entre ambos países parece cerrar un círculo histórico. De aliados estratégicos unidos por el petróleo y la Guerra Fría, a enemigos enfrentados en un contexto de sanciones, crisis humanitaria y amenazas militares. La gran incógnita es si este nuevo capítulo terminará, como aquel de 1958, sin mayores consecuencias, o si marcará un punto de quiebre definitivo en una relación que alguna vez fue clave para ambos.
Fuentes:
The New York Time
